Lorenzo Maroto, un caminante incansable
Son las 4:30 de la madrugada de un domingo de noviembre. Ya hace algo de frío, el termómetro marca 7 grados. Lorenzo Maroto sale de su domicilio vestido con un buen jersey, unas botas de montaña y unos guantes. Va a comenzar su paseo diario, el mismo que hace cada mañana desde hace 8 años. Se cruza en el portal con su hija que vuelve de una salida con sus amigos. Y es que a esta hora, en la madrugada de un sábado al domingo, la ciudad, Madrid, está en plena ebullición. Muchos no se han acostado todavía. Entra y sale gente de alguno de los locales y discotecas de la ciudad. Otros llevan toda la noche trabajando. Lorenzo, jubilado, se encamina a un parque emblemático de la capital española, El Retiro.
El Retiro está bastante cerca de su casa, pero hace tiempo hasta que entra. Es demasiado temprano. Todavía no están abiertas las puertas de acceso. Desde el paseo de las Acacias atraviesa la glorieta de Embajadores, continúa por la ronda de Atocha para llegar al paseo de Prado. Recorre un tramo de este último, para desandar el mismo camino y, tras remontar la cuesta de Moyano acceder al parque por la puerta del Ángel Caído. Uno de los guardas de seguridad se la deja ligeramente entornada. Una vez dentro, da tres vueltas. Son 18 kilómetros.
Lorenzo se acuesta temprano. A las diez está en la cama. No perdona su paseo aunque llueva o nieve.
Más de uno piensa que su rutina diaria es una locura. Él también lo sabe. Pero disfruta caminando. Le gusta. Aprovecha esas horas de marcha para pensar. Una reflexión libre que Lorenzo califica de muy necesaria e importante en su vida. A veces no son más que pequeñas cavilaciones sobre asuntos que le rondan en la cabeza o problemas cotidianos. Camina desde hace mucho tiempo. Lo hace desde que estuvo inmóvil cuando tuvo que ser escayolado. Y también por el Camino de Santiago. Así mantiene una estupenda forma física. Con 71 años, 1,62 centímetros de estatura y 63 kilos de peso, Lorenzo Maroto tiene, salvo por una arritmia, una salud de hierro. Su cardiólogo le anima a seguir con sus paseos. “¿Locura? En mi opinión, no. La vida que llevamos no nos permite discernir lo que son verdaderas locuras de las que no, y quizás algún rato de reflexión no nos vendría mal”.
La misma reflexión se la hizo hace unos cuantos años, cuando se decidió a hacer el Camino de Santiago. Con el punto de partida en la puerta de su casa, en el barrio de Aluche, cada fin de semana hacía una parte del recorrido y después regresaba a Madrid, para continuar el siguiente fin de semana en el punto donde lo había dejado el anterior. En total fueron 650 kilómetros recorridos en 22 días durante los fines de semana.
“En la primera etapa partí desde Aluche y desde allí me encaminé a Tres Cantos. Fue una etapa dura y bastante difícil, peligrosa. La segunda fue desde Tres Cantos hasta Manzanares el Real, donde tuve problemas con las rozaduras. En la tercera, desde Manzanares hasta Cercedilla. Había muy mala señalización y me tocó saltar fincas privadas con ganado. La siguiente etapa, desde Cercedilla hasta Segovia, pasando por el puerto de La Fuenfría y Valsaín, fue muy dura, pero preciosa. De aquí fui hasta Santa María la Real de Nieva, y desde este punto hasta Coca, mi pueblo. En esta etapa la arena de los pinares me dificultó la marcha. Las etapas séptima y octava fueron desde Coca hasta Mojados y desde Mojados a Simancas, donde me surgieron problemas imprevistos. Después entre Simancas y Medina de Rioseco volví a sufrir rozaduras. La mitad del camino vino con las etapas de Medina de Rioseco a Villalón de Campos, y desde aquí hasta Sahagún. Desde Sahagún hasta Mansilla de las Mulas, el camino parece una romería. Esta es una etapa muy bonita y dura. El camino recorrido desde Mansilla de las Mulas hasta Astorga fue muy bonito, pero los pies me volvieron a dar problemas, que afortunadamente se me curaron en la siguiente etapa, desde Astorga hasta Ponferrada. La siguiente etapa, entre Cacabelos y Cebreiro, fue dura, con mucha niebla. Desde aquí llegaría hasta Triacastela, y desde allí hasta Sarria, tramo donde disfruté mucho del paisaje y aproveché para hacer turismo y conocer el monasterio del concello de Samos. Después vendría la etapa entre Sarria y Portomarín, que inicié pasando por las piedras de un río. Las últimas etapas irían desde Portomarín a Palas del Rey, desde Palas del Rey hasta Arzúa, desde Arzúa a O Pino, y desde O Pino hasta Santiago”.
“Cuando llegué a Santiago, y vieron mi credencial, de donde venía y que venía solo, al darme la Compostela me preguntaron si me importaba que me nombraran en la misa del día, y así lo hicieron. Guardo muy buenos recuerdos de esta experiencia, pero en especial de la estatua de Santiago que hay en Villafranca del Bierzo, con un inscripción que dice: Adelante peregrino, Galicia, su cielo y Santiago son vecinos”.
Lorenzo emprendió a solas el Camino de Santiago. Fue todo lo contrario de una experiencia negativa. Vivió intensamente la variedad del paisaje y los momentos de tranquilidad. La solidaridad entre peregrinos hizo que no se sintiera solo y, aunque no físicamente, familiares y amigos estuvieron a su lado. Fueron ellos los que le buscaban alojamiento, los que desde Madrid le organizaban el siguiente tramo de su viaje, los que le llevaban en coche hasta el punto de partida donde lo había dejado la jornada anterior, el fin de semana anterior.
En los paseos en los que le he acompañado al Retiro me ha ido contando detalles de cada rincón del parque. Conoce el nombre y la historia de cada una de las fuentes y estatuas, y ha trabado conocimiento y amistad con otros paseantes como él: Miguel, administrador de empresas de Medina del Campo; Antonio, andaluz de 65 años y de carácter espontáneo, con el que se encuentra casi todos los días; Jesús, un pediatra de Extremadura; Isabel y Ceci, paraguayas y empleadas del hogar; Catalina, panameña y también empleada de hogar; Antonio y Dani, atletas; o Charly, un camerunés que dice ser “madrileño de corazón”. Una vez vio a una señora ataviada con unas botas de agua cogiendo los huevos del estanque de los patos. Y un grupo de jóvenes llegó en una ocasión a pedirle papelinas…
Lorenzo Maroto nació el 5 de septiembre de 1940. Era un niño inquieto, despierto, y con un gran interés por todo lo que le rodeaba. Aunque en la escuela recibió Formación del Espíritu Nacional –con toda la influencia que el régimen franquista destilaba en las aulas-, para chicos como él poder estudiar fue una oportunidad en la España rural de la época. Recuerda su niñez y juventud como un periodo feliz, pese a que pasó seis años atado a una escayola. Un tumor mal diagnosticado en una pierna fue el causante, hasta que el doctor Quintana dio con la solución. Sería el propio Quintana quien le operaría, junto al doctor Ángel Portela. Sus amigos fueron quienes le ayudaron a sobrellevar las penas de aquella etapa: “me llevaban en bicicleta al campo de fútbol, me ayudaron en algunas de las pruebas del examen de reválida, para las que físicamente encontré dificultades…”. A los 18, una operación y unos días más de reposo, le permitieron volver a correr y montar en bici.
Sus raíces están en el pueblo segoviano de Coca. Lorenzo aprecia y valora sus raíces rurales, por las que siente mucha añoranza. “Coca tiene unos paisajes maravillosos. Echo de menos aquí en Madrid la naturaleza, el rumor del pinar, el Puerto de La Fuenfría, su calzada romana, La Rocanda (una ribera que hay bajando el pinar). Aquí vas por la calle y nadie te dice nada, en los pueblos es diferente. Además a Madrid llegué con un grupo de amigos, y aunque conservo amistad con casi todos, poco a poco la vida hace que te vayas distanciando, y no es lo mismo que cuando vinimos todos juntos a buscarnos la vida. De hecho, mi intención en algún momento fue regresar a mi Coca natal, pero conocer a mi esposa, madrileña de toda la vida, o como dicen gata, unió mis pasos y mi vida a esta ciudad”.
Debido a sus orígenes, la naturaleza y las plantas han sido siempre sus pasiones. Paseando una tarde por el Jardín Botánico de Madrid, Lorenzo demostró ser un guía de excepción. Conocía el nombre y las características de todas las especies. Aquella tarde me habló del negocio al que se dedicó su padre, y que les dio de comer a él y a sus hermanos: la recolección de piñones, que Lorenzo recuerda con cierta pena porque nadie en su familia se decidió a continuar con ese legado.
“En el proceso de la recolección del piñón el primer paso era la subasta de los pinares. Mi padre, hombre muy inteligente y gran conocedor de su negocio, se adelantaba. Conocía cuáles iban a ser los mejores pinares, la cantidad de piñones que daría cada piña, e incluso la cantidad de aceite que se obtendría de cada piñón. Después, con la llegada del momento óptimo, allá por diciembre, se bajaban las piñas de los pinos, tarea para la que se contaba con una cuadrilla de piñeros. Se ayudaban de una vara, que tenía en el extremo una especie de media luna de acero con un gancho, para llegar a las ramas más altas y poder desprender las piñas, que se almacenaban para que, con la llegada del verano, se abrieran al calor del sol. En el caso de necesitar el piñón en invierno, se asaban y cascaban para poder separar la cáscara de la piña del piñón, y finalmente tostarse en hornos de pan”.
Recuerda el caminante sus años de instituto, especialmente los cinco años que pasa estudiando en el instituto de Coca las enseñanzas laborales, como se las conocía en la época, en su modalidad industrial y minera. En el franquismo eran algo parecido a la actual formación profesional, pero bastante más duras, con 14 asignaturas cada año. Englobaban un taller de carpintería, un taller de máquinas y herramientas, un taller de ajustes y un taller de forja. Además de un laboratorio de física y otro de química. Estas enseñanzas terminaban con un examen de reválida, que en su caso no estuvo exento de dificultad. Hoy, unos 54 años más tarde, Lorenzo todavía recuerda alguna pregunta.
Al finalizar sus estudios en el instituto buscó formas de ganarse la vida. Pintó carteles para los festejos taurinos de su localidad, pintó y limpió farolas, trabajó en la oficina de sindicatos e hizo un curso de capacitación forestal.
Con 19 años, Lorenzo Maroto deja su querida Segovia para marcharse a Madrid, donde comienza a trabajar en Barreiros Diesel, e inicia los estudios de Maestría Industrial en la Escuela de Peritos Industriales, que no pudo concluir no por falta de ganas sino de tiempo. “Aquí compartí pensión con Luis Casado, un gran amigo desde la infancia; con Javier, hermano del anterior; Álvaro Sobrino, ingeniero industrial; José María Chicote, con el que sigo teniendo relación y de vez en cuando nos reunimos para alguna comida; Juan Galindo, de un pueblo cercano a Coca (veraneábamos uno en casa del otro); Carlos Yusta, compañero de estudios; José María Cubero, al que sigo viendo a día de hoy; los hermanos Jiménez, uno perito agrícola y otro que estudió ciencias políticas, y con Gonzalo, fundador de Menaje del Hogar. Algunos de ellos son amigos de Coca y compañeros de instituto. Casi todos comenzamos también a trabajar juntos en Barreiros”.
Como se cuenta en Wikipedia, Barreiros Diesel S.A. fue una industria española especializada en la producción de motores, camiones, tractores, autobuses y, más tarde, de automóviles. También se dedicó a la fabricación de camiones militares y modernizó carros de combate. Fue fundada por el industrial español Eduardo Barreiros en 1954, y estuvo activa desde 1954 hasta 1978. Un año antes de crear la empresa que le dio renombre, Barreiros construyó el primer prototipo de motor diesel con tecnología propia.
En mayo de 1960 ingresó Lorenzo en Barreiros Diesel. Su cargo era el de verificador. “Revisaba cada una de las piezas que llegaban, una a una. Si les faltaba algo, si estaban perfectas, o solo bien hechas... Examinando cada una de las piezas se tenía que poder trazar el plano de referencia dentro de cada una. Era un trabajo bonito y no me resultó duro. Me pagaban 38 pesetas al mes, y a la patrona le daba 36, por lo que me quedaba apenas nada. Pero al segundo o tercer mes empezaron a darme primas”. Gracias a unos cursos impartidos por la propia Barreiros, se convirtió en técnico de organización de segunda. “Tenía que enfocar mi labor a optimizar el trabajo de los trabajadores y de la empresa”. Para ello debía determinar si el trabajo se estaba haciendo de la mejor manera, y si no era así tratar de buscar una alternativa. Ejerciendo como técnico de organización, Lorenzo tuvo que enfrentarse a la tarea de reorganizar, corregir o modificar el trabajo de algunos de sus compañeros. Cuenta que en esta tarea no encontró inconveniente ni surgieron tiranteces con sus compañeros. Al contrario, su mano izquierda le facilitó las cosas.
En sus últimos años en Barreiros, a la vuelta del servicio militar, se creó la división de autobuses, donde Lorenzo se encontró con la suerte de hacer la implantación industrial. En 1966 pasó a la categoría de técnico de organización de primera, y posteriormente a la división de compras. En 1971 le hicieron jefe de organización de segunda y, once años más tarde, le ascienden a jefe de organización de primera. En 1995 pasó a un nuevo departamento como responsable de economías técnicas, en el que colaboraba con ingenieros de Peugeot y Citroën Francia para el recalibrar costes. Uno de sus mejores amigos dice que Lorenzo era un gran trabajador, hecho a la antigua, muy responsable y entregado: “En aquella época el trabajador daba mucho pensando que la empresa era algo suyo. Éramos muy poco egoístas”. Su primo Nicolás, en sus memorias, hace hincapié en su valía profesional: “no le han reconocido ni él ha sabido o querido aprovechar en su justa medida, tal vez, a causa de su sencillez y nobleza”.
Tomando un café una tarde de lluvia, Lorenzo me contó un episodio que marcó su vida, y que nunca se borrará de su memoria. El tiempo que pasó en Sidi Ifni: “Cuando llevaba un año trabajando en Barreiros, tuve que hacer el servicio militar. Antes de ser destinado, solicité la milicia universitaria. Pretendía hacerla durante el verano en la localidad de La Granja, y así poder seguir trabajando. Pero no tuve suerte. Tras un frustrado intento de ingresar en la marina, y por un error en mi cartilla de soldado, en la que no aparecía mi condición de soldado inútil debido al problema de mi pierna, un sorteó me acabó destinando al grupo de tiradores en Sidi Ifni, que entonces era parte del conocido Sáhara español”.
Entre 1957 y 1958, Sidi Ifni fue escenario de la guerra que enfrentó a las tropas españolas con el Ejército de Liberación Marroquí por el control de las colonias del Sáhara Occidental, por entonces bajo administración española, y que culminó con el abortado asedio de Sidi Ifni. Una década después, el 12 de octubre de 1968, un acuerdo firmado por el gobierno de Francisco Franco, aceptó la retrocesión de Ifni a Marruecos. La bandera española se arrió el 30 de junio de 1969.
Como Lorenzo, 8.000 jóvenes vieron sus vidas marcadas en mayor o menor medida por el conflicto de Sidi Ifni mientras realizaban el servicio militar obligatorio. Muchos de ellos sin entrenamiento previo, y con unos medios muy precarios, se vieron de pronto en primera línea de fuego. Muchos nunca regresaron. La guerra se saldó con 300 muertos, y más de 500 heridos, un número importante de desaparecidos, y otros tantos soldados marcados psicológicamente por conflicto. Medio sigo más tarde, algunos de los que padecieron Sidi Ifni han recurrido a los tribunales para buscar un reconocimiento.
Un día de 1962, Lorenzo Maroto emprendió su viaje por barco hacia Sidi Ifni: “Inicialmente, el que debió ser un viaje de tres días estuvo lleno de vicisitudes, resultó duro, alejado de todas las comodidades de los actuales viajes en barco. De Madrid fuimos en tren a Cádiz, pero hasta que el barco pudo salir pasaron dos semanas. Ya cuando nos encontrábamos en las costas de Sidi Ifni las malas condiciones meteorológicas nos impidieron desembarcar y, con el añadido de la falta de comida, nos encaminamos a Arrecife, en Lanzarote, donde pasamos otros 15 días, hasta que, cuando el tiempo mejoró, pudimos por desembarcar en Sidi Ifni”. Además de pasar hambre, dormían en la bodega del barco y tenían que asearse en la cubierta a “manguerazos” de agua fría. “Lo más duro fue poder llegar hasta allí y desembarcar”
“Una vez desembarcados en Sidi Ifni nos encaminaron al cuartel, donde al pasar revisión médica mencioné que había tenido un problema en una pierna. Como respuesta me hicieron coger un saco lleno de arena y recorrer con él una distancia. Si podía hacerlo estaba listo para pasar a la sección de asalto, que es donde hice la instrucción en Sidi Ifni”. Gracias a su habilidad con el lápiz, Lorenzo me dibujó un croquis, con esquemas de tácticas militares.
Tras la etapa de instrucción juró bandera. En total, pasó casi dos años en Sidi Ifni, una parte en los juzgados militares. Pese a no tener conocimientos de la materia, un teniente coronel decidió que permaneciera allí y fuera aprendiendo poco a poco. Para ello devoró un sinfín de expedientes, causas, diligencias preliminares… Como buen autodidacta, acabó por hacerse un sitio, tanto que en poco tiempo le nombraron secretario de los juzgados militares 1 y 2.
En la plaza africana vivió momentos especialmente duros, sobre todo los que pasó en las trincheras como apoyo a los militares del destacamento. Supo a qué sabía el miedo. La dureza de la vida de los soldados en Sidi Ifni hacía que muchos se quitaran de en medio o desertaran, o se volvieran locos. “Por mis manos pasaron asuntos muy delicados, tanto que pasaba las noches en los mismos juzgados dormido encima de una mesa, temeroso de que me robaran los expedientes” cuenta Lorenzo. Otro testigo de esta guerra fue Adolfo Cano, presidente de la Asociación de Veteranos de Ifni del Levante español. Así lo relató en el diario El Mundo: “Era tirador y en los combates llevábamos un tarbuch, una especie de gorro de color rojo, que era una diana para el enemigo” (…). “Además, disparábamos con un mosquetón al que había que apretarle tres veces el gatillo para que saliera la bala, combatíamos con armamento obsoleto de la Guerra Civil”.
A pesar de todo, Lorenzo atesora buenos recuerdos de esa época. Hizo buenos amigos, como Vicente, un fotógrafo por el que llegaría a conocer a la que se convertiría en su esposa. Y se ganó un dinero haciendo dibujos y postales navideñas que vendía a los soldados. “Mi vida fue como fue, pero no la cambiaría por otra, y mucho menos por otra más cómoda”.
Amigo de sus amigos, mantiene relación con compañeros de infancia. Intercambia e-mails, visita Coca con frecuencia y se reúne con ellos. Guarda el recuerdo y la amistad de cientos de personas a las que conoció a lo largo de su vida, y de todos dice haber aprendido algo, aunque a algunos ya no los vea. Luis Casado conoce a Lorenzo desde hace unos 60 años. Compartieron correrías en la infancia y juventud, y después se marcharon los dos a trabajar a Barreiros. A día de hoy todavía conservan una estrecha la amistad, que ambos celebran, como sus campeonatos de mus. Recuerda Casado: “Nos llamaban los del pelargón. Tendríamos 16 años y todo era gente más mayor, e incluso llegamos a pegar a más de uno una buena paliza en el mus… Las salidas a pueblos a bailar… Cuando Lorenzo trajo una vez unos sacos de piñones de Coca, y los íbamos vendiendo por las pastelerías de Madrid. Pero no sé si comíamos más de lo que vendíamos”.
Su primo Nicolás, también un gran amigo, le define en sus memorias como la bondad personificada: “De la familia, es él el que se ocupa de todo y gracias al cual muchos de nosotros continuamos unidos”.
Lorenzo otorga un valor importante a los amigos, pero no es menos con respecto a la familia. De Coca mantiene vívido el recuerdo de sus padres. De su padre, Ángel, dice Lorenzo que era un hombre culto para la época que le tocó vivir, trabajador y un gran conocedor de su oficio. Recuerda a su madre, Eugenia, como una mujer de su tiempo, menos cultivada. Apenas si sabía leer y escribir, pero se las ingeniaba muy bien para solucionar los problemas cotidianos. Además era una gran ama de casa que sabía hacer de todo: conservas, la matanza, elaboración de dulces. Lorenzo siente un enorme agradecimiento por la “paciencia” de sus padres con sus amigos, que se pasaban la vida en su casa. “Las visitas de mis amigos para verme eran muy frecuentes puesto que gran parte de mi adolescencia me la pasé escayolado. Fueron ellos, junto con la paciencia de mis padres, los que me ayudaron en mi recuperación”.
El Retiro está bastante cerca de su casa, pero hace tiempo hasta que entra. Es demasiado temprano. Todavía no están abiertas las puertas de acceso. Desde el paseo de las Acacias atraviesa la glorieta de Embajadores, continúa por la ronda de Atocha para llegar al paseo de Prado. Recorre un tramo de este último, para desandar el mismo camino y, tras remontar la cuesta de Moyano acceder al parque por la puerta del Ángel Caído. Uno de los guardas de seguridad se la deja ligeramente entornada. Una vez dentro, da tres vueltas. Son 18 kilómetros.
Lorenzo se acuesta temprano. A las diez está en la cama. No perdona su paseo aunque llueva o nieve.
Más de uno piensa que su rutina diaria es una locura. Él también lo sabe. Pero disfruta caminando. Le gusta. Aprovecha esas horas de marcha para pensar. Una reflexión libre que Lorenzo califica de muy necesaria e importante en su vida. A veces no son más que pequeñas cavilaciones sobre asuntos que le rondan en la cabeza o problemas cotidianos. Camina desde hace mucho tiempo. Lo hace desde que estuvo inmóvil cuando tuvo que ser escayolado. Y también por el Camino de Santiago. Así mantiene una estupenda forma física. Con 71 años, 1,62 centímetros de estatura y 63 kilos de peso, Lorenzo Maroto tiene, salvo por una arritmia, una salud de hierro. Su cardiólogo le anima a seguir con sus paseos. “¿Locura? En mi opinión, no. La vida que llevamos no nos permite discernir lo que son verdaderas locuras de las que no, y quizás algún rato de reflexión no nos vendría mal”.
La misma reflexión se la hizo hace unos cuantos años, cuando se decidió a hacer el Camino de Santiago. Con el punto de partida en la puerta de su casa, en el barrio de Aluche, cada fin de semana hacía una parte del recorrido y después regresaba a Madrid, para continuar el siguiente fin de semana en el punto donde lo había dejado el anterior. En total fueron 650 kilómetros recorridos en 22 días durante los fines de semana.
“En la primera etapa partí desde Aluche y desde allí me encaminé a Tres Cantos. Fue una etapa dura y bastante difícil, peligrosa. La segunda fue desde Tres Cantos hasta Manzanares el Real, donde tuve problemas con las rozaduras. En la tercera, desde Manzanares hasta Cercedilla. Había muy mala señalización y me tocó saltar fincas privadas con ganado. La siguiente etapa, desde Cercedilla hasta Segovia, pasando por el puerto de La Fuenfría y Valsaín, fue muy dura, pero preciosa. De aquí fui hasta Santa María la Real de Nieva, y desde este punto hasta Coca, mi pueblo. En esta etapa la arena de los pinares me dificultó la marcha. Las etapas séptima y octava fueron desde Coca hasta Mojados y desde Mojados a Simancas, donde me surgieron problemas imprevistos. Después entre Simancas y Medina de Rioseco volví a sufrir rozaduras. La mitad del camino vino con las etapas de Medina de Rioseco a Villalón de Campos, y desde aquí hasta Sahagún. Desde Sahagún hasta Mansilla de las Mulas, el camino parece una romería. Esta es una etapa muy bonita y dura. El camino recorrido desde Mansilla de las Mulas hasta Astorga fue muy bonito, pero los pies me volvieron a dar problemas, que afortunadamente se me curaron en la siguiente etapa, desde Astorga hasta Ponferrada. La siguiente etapa, entre Cacabelos y Cebreiro, fue dura, con mucha niebla. Desde aquí llegaría hasta Triacastela, y desde allí hasta Sarria, tramo donde disfruté mucho del paisaje y aproveché para hacer turismo y conocer el monasterio del concello de Samos. Después vendría la etapa entre Sarria y Portomarín, que inicié pasando por las piedras de un río. Las últimas etapas irían desde Portomarín a Palas del Rey, desde Palas del Rey hasta Arzúa, desde Arzúa a O Pino, y desde O Pino hasta Santiago”.
“Cuando llegué a Santiago, y vieron mi credencial, de donde venía y que venía solo, al darme la Compostela me preguntaron si me importaba que me nombraran en la misa del día, y así lo hicieron. Guardo muy buenos recuerdos de esta experiencia, pero en especial de la estatua de Santiago que hay en Villafranca del Bierzo, con un inscripción que dice: Adelante peregrino, Galicia, su cielo y Santiago son vecinos”.
Lorenzo emprendió a solas el Camino de Santiago. Fue todo lo contrario de una experiencia negativa. Vivió intensamente la variedad del paisaje y los momentos de tranquilidad. La solidaridad entre peregrinos hizo que no se sintiera solo y, aunque no físicamente, familiares y amigos estuvieron a su lado. Fueron ellos los que le buscaban alojamiento, los que desde Madrid le organizaban el siguiente tramo de su viaje, los que le llevaban en coche hasta el punto de partida donde lo había dejado la jornada anterior, el fin de semana anterior.
En los paseos en los que le he acompañado al Retiro me ha ido contando detalles de cada rincón del parque. Conoce el nombre y la historia de cada una de las fuentes y estatuas, y ha trabado conocimiento y amistad con otros paseantes como él: Miguel, administrador de empresas de Medina del Campo; Antonio, andaluz de 65 años y de carácter espontáneo, con el que se encuentra casi todos los días; Jesús, un pediatra de Extremadura; Isabel y Ceci, paraguayas y empleadas del hogar; Catalina, panameña y también empleada de hogar; Antonio y Dani, atletas; o Charly, un camerunés que dice ser “madrileño de corazón”. Una vez vio a una señora ataviada con unas botas de agua cogiendo los huevos del estanque de los patos. Y un grupo de jóvenes llegó en una ocasión a pedirle papelinas…
Lorenzo Maroto nació el 5 de septiembre de 1940. Era un niño inquieto, despierto, y con un gran interés por todo lo que le rodeaba. Aunque en la escuela recibió Formación del Espíritu Nacional –con toda la influencia que el régimen franquista destilaba en las aulas-, para chicos como él poder estudiar fue una oportunidad en la España rural de la época. Recuerda su niñez y juventud como un periodo feliz, pese a que pasó seis años atado a una escayola. Un tumor mal diagnosticado en una pierna fue el causante, hasta que el doctor Quintana dio con la solución. Sería el propio Quintana quien le operaría, junto al doctor Ángel Portela. Sus amigos fueron quienes le ayudaron a sobrellevar las penas de aquella etapa: “me llevaban en bicicleta al campo de fútbol, me ayudaron en algunas de las pruebas del examen de reválida, para las que físicamente encontré dificultades…”. A los 18, una operación y unos días más de reposo, le permitieron volver a correr y montar en bici.
Sus raíces están en el pueblo segoviano de Coca. Lorenzo aprecia y valora sus raíces rurales, por las que siente mucha añoranza. “Coca tiene unos paisajes maravillosos. Echo de menos aquí en Madrid la naturaleza, el rumor del pinar, el Puerto de La Fuenfría, su calzada romana, La Rocanda (una ribera que hay bajando el pinar). Aquí vas por la calle y nadie te dice nada, en los pueblos es diferente. Además a Madrid llegué con un grupo de amigos, y aunque conservo amistad con casi todos, poco a poco la vida hace que te vayas distanciando, y no es lo mismo que cuando vinimos todos juntos a buscarnos la vida. De hecho, mi intención en algún momento fue regresar a mi Coca natal, pero conocer a mi esposa, madrileña de toda la vida, o como dicen gata, unió mis pasos y mi vida a esta ciudad”.
Debido a sus orígenes, la naturaleza y las plantas han sido siempre sus pasiones. Paseando una tarde por el Jardín Botánico de Madrid, Lorenzo demostró ser un guía de excepción. Conocía el nombre y las características de todas las especies. Aquella tarde me habló del negocio al que se dedicó su padre, y que les dio de comer a él y a sus hermanos: la recolección de piñones, que Lorenzo recuerda con cierta pena porque nadie en su familia se decidió a continuar con ese legado.
“En el proceso de la recolección del piñón el primer paso era la subasta de los pinares. Mi padre, hombre muy inteligente y gran conocedor de su negocio, se adelantaba. Conocía cuáles iban a ser los mejores pinares, la cantidad de piñones que daría cada piña, e incluso la cantidad de aceite que se obtendría de cada piñón. Después, con la llegada del momento óptimo, allá por diciembre, se bajaban las piñas de los pinos, tarea para la que se contaba con una cuadrilla de piñeros. Se ayudaban de una vara, que tenía en el extremo una especie de media luna de acero con un gancho, para llegar a las ramas más altas y poder desprender las piñas, que se almacenaban para que, con la llegada del verano, se abrieran al calor del sol. En el caso de necesitar el piñón en invierno, se asaban y cascaban para poder separar la cáscara de la piña del piñón, y finalmente tostarse en hornos de pan”.
Recuerda el caminante sus años de instituto, especialmente los cinco años que pasa estudiando en el instituto de Coca las enseñanzas laborales, como se las conocía en la época, en su modalidad industrial y minera. En el franquismo eran algo parecido a la actual formación profesional, pero bastante más duras, con 14 asignaturas cada año. Englobaban un taller de carpintería, un taller de máquinas y herramientas, un taller de ajustes y un taller de forja. Además de un laboratorio de física y otro de química. Estas enseñanzas terminaban con un examen de reválida, que en su caso no estuvo exento de dificultad. Hoy, unos 54 años más tarde, Lorenzo todavía recuerda alguna pregunta.
Al finalizar sus estudios en el instituto buscó formas de ganarse la vida. Pintó carteles para los festejos taurinos de su localidad, pintó y limpió farolas, trabajó en la oficina de sindicatos e hizo un curso de capacitación forestal.
Con 19 años, Lorenzo Maroto deja su querida Segovia para marcharse a Madrid, donde comienza a trabajar en Barreiros Diesel, e inicia los estudios de Maestría Industrial en la Escuela de Peritos Industriales, que no pudo concluir no por falta de ganas sino de tiempo. “Aquí compartí pensión con Luis Casado, un gran amigo desde la infancia; con Javier, hermano del anterior; Álvaro Sobrino, ingeniero industrial; José María Chicote, con el que sigo teniendo relación y de vez en cuando nos reunimos para alguna comida; Juan Galindo, de un pueblo cercano a Coca (veraneábamos uno en casa del otro); Carlos Yusta, compañero de estudios; José María Cubero, al que sigo viendo a día de hoy; los hermanos Jiménez, uno perito agrícola y otro que estudió ciencias políticas, y con Gonzalo, fundador de Menaje del Hogar. Algunos de ellos son amigos de Coca y compañeros de instituto. Casi todos comenzamos también a trabajar juntos en Barreiros”.
Como se cuenta en Wikipedia, Barreiros Diesel S.A. fue una industria española especializada en la producción de motores, camiones, tractores, autobuses y, más tarde, de automóviles. También se dedicó a la fabricación de camiones militares y modernizó carros de combate. Fue fundada por el industrial español Eduardo Barreiros en 1954, y estuvo activa desde 1954 hasta 1978. Un año antes de crear la empresa que le dio renombre, Barreiros construyó el primer prototipo de motor diesel con tecnología propia.
En mayo de 1960 ingresó Lorenzo en Barreiros Diesel. Su cargo era el de verificador. “Revisaba cada una de las piezas que llegaban, una a una. Si les faltaba algo, si estaban perfectas, o solo bien hechas... Examinando cada una de las piezas se tenía que poder trazar el plano de referencia dentro de cada una. Era un trabajo bonito y no me resultó duro. Me pagaban 38 pesetas al mes, y a la patrona le daba 36, por lo que me quedaba apenas nada. Pero al segundo o tercer mes empezaron a darme primas”. Gracias a unos cursos impartidos por la propia Barreiros, se convirtió en técnico de organización de segunda. “Tenía que enfocar mi labor a optimizar el trabajo de los trabajadores y de la empresa”. Para ello debía determinar si el trabajo se estaba haciendo de la mejor manera, y si no era así tratar de buscar una alternativa. Ejerciendo como técnico de organización, Lorenzo tuvo que enfrentarse a la tarea de reorganizar, corregir o modificar el trabajo de algunos de sus compañeros. Cuenta que en esta tarea no encontró inconveniente ni surgieron tiranteces con sus compañeros. Al contrario, su mano izquierda le facilitó las cosas.
En sus últimos años en Barreiros, a la vuelta del servicio militar, se creó la división de autobuses, donde Lorenzo se encontró con la suerte de hacer la implantación industrial. En 1966 pasó a la categoría de técnico de organización de primera, y posteriormente a la división de compras. En 1971 le hicieron jefe de organización de segunda y, once años más tarde, le ascienden a jefe de organización de primera. En 1995 pasó a un nuevo departamento como responsable de economías técnicas, en el que colaboraba con ingenieros de Peugeot y Citroën Francia para el recalibrar costes. Uno de sus mejores amigos dice que Lorenzo era un gran trabajador, hecho a la antigua, muy responsable y entregado: “En aquella época el trabajador daba mucho pensando que la empresa era algo suyo. Éramos muy poco egoístas”. Su primo Nicolás, en sus memorias, hace hincapié en su valía profesional: “no le han reconocido ni él ha sabido o querido aprovechar en su justa medida, tal vez, a causa de su sencillez y nobleza”.
Tomando un café una tarde de lluvia, Lorenzo me contó un episodio que marcó su vida, y que nunca se borrará de su memoria. El tiempo que pasó en Sidi Ifni: “Cuando llevaba un año trabajando en Barreiros, tuve que hacer el servicio militar. Antes de ser destinado, solicité la milicia universitaria. Pretendía hacerla durante el verano en la localidad de La Granja, y así poder seguir trabajando. Pero no tuve suerte. Tras un frustrado intento de ingresar en la marina, y por un error en mi cartilla de soldado, en la que no aparecía mi condición de soldado inútil debido al problema de mi pierna, un sorteó me acabó destinando al grupo de tiradores en Sidi Ifni, que entonces era parte del conocido Sáhara español”.
Entre 1957 y 1958, Sidi Ifni fue escenario de la guerra que enfrentó a las tropas españolas con el Ejército de Liberación Marroquí por el control de las colonias del Sáhara Occidental, por entonces bajo administración española, y que culminó con el abortado asedio de Sidi Ifni. Una década después, el 12 de octubre de 1968, un acuerdo firmado por el gobierno de Francisco Franco, aceptó la retrocesión de Ifni a Marruecos. La bandera española se arrió el 30 de junio de 1969.
Como Lorenzo, 8.000 jóvenes vieron sus vidas marcadas en mayor o menor medida por el conflicto de Sidi Ifni mientras realizaban el servicio militar obligatorio. Muchos de ellos sin entrenamiento previo, y con unos medios muy precarios, se vieron de pronto en primera línea de fuego. Muchos nunca regresaron. La guerra se saldó con 300 muertos, y más de 500 heridos, un número importante de desaparecidos, y otros tantos soldados marcados psicológicamente por conflicto. Medio sigo más tarde, algunos de los que padecieron Sidi Ifni han recurrido a los tribunales para buscar un reconocimiento.
Un día de 1962, Lorenzo Maroto emprendió su viaje por barco hacia Sidi Ifni: “Inicialmente, el que debió ser un viaje de tres días estuvo lleno de vicisitudes, resultó duro, alejado de todas las comodidades de los actuales viajes en barco. De Madrid fuimos en tren a Cádiz, pero hasta que el barco pudo salir pasaron dos semanas. Ya cuando nos encontrábamos en las costas de Sidi Ifni las malas condiciones meteorológicas nos impidieron desembarcar y, con el añadido de la falta de comida, nos encaminamos a Arrecife, en Lanzarote, donde pasamos otros 15 días, hasta que, cuando el tiempo mejoró, pudimos por desembarcar en Sidi Ifni”. Además de pasar hambre, dormían en la bodega del barco y tenían que asearse en la cubierta a “manguerazos” de agua fría. “Lo más duro fue poder llegar hasta allí y desembarcar”
“Una vez desembarcados en Sidi Ifni nos encaminaron al cuartel, donde al pasar revisión médica mencioné que había tenido un problema en una pierna. Como respuesta me hicieron coger un saco lleno de arena y recorrer con él una distancia. Si podía hacerlo estaba listo para pasar a la sección de asalto, que es donde hice la instrucción en Sidi Ifni”. Gracias a su habilidad con el lápiz, Lorenzo me dibujó un croquis, con esquemas de tácticas militares.
Tras la etapa de instrucción juró bandera. En total, pasó casi dos años en Sidi Ifni, una parte en los juzgados militares. Pese a no tener conocimientos de la materia, un teniente coronel decidió que permaneciera allí y fuera aprendiendo poco a poco. Para ello devoró un sinfín de expedientes, causas, diligencias preliminares… Como buen autodidacta, acabó por hacerse un sitio, tanto que en poco tiempo le nombraron secretario de los juzgados militares 1 y 2.
En la plaza africana vivió momentos especialmente duros, sobre todo los que pasó en las trincheras como apoyo a los militares del destacamento. Supo a qué sabía el miedo. La dureza de la vida de los soldados en Sidi Ifni hacía que muchos se quitaran de en medio o desertaran, o se volvieran locos. “Por mis manos pasaron asuntos muy delicados, tanto que pasaba las noches en los mismos juzgados dormido encima de una mesa, temeroso de que me robaran los expedientes” cuenta Lorenzo. Otro testigo de esta guerra fue Adolfo Cano, presidente de la Asociación de Veteranos de Ifni del Levante español. Así lo relató en el diario El Mundo: “Era tirador y en los combates llevábamos un tarbuch, una especie de gorro de color rojo, que era una diana para el enemigo” (…). “Además, disparábamos con un mosquetón al que había que apretarle tres veces el gatillo para que saliera la bala, combatíamos con armamento obsoleto de la Guerra Civil”.
A pesar de todo, Lorenzo atesora buenos recuerdos de esa época. Hizo buenos amigos, como Vicente, un fotógrafo por el que llegaría a conocer a la que se convertiría en su esposa. Y se ganó un dinero haciendo dibujos y postales navideñas que vendía a los soldados. “Mi vida fue como fue, pero no la cambiaría por otra, y mucho menos por otra más cómoda”.
Amigo de sus amigos, mantiene relación con compañeros de infancia. Intercambia e-mails, visita Coca con frecuencia y se reúne con ellos. Guarda el recuerdo y la amistad de cientos de personas a las que conoció a lo largo de su vida, y de todos dice haber aprendido algo, aunque a algunos ya no los vea. Luis Casado conoce a Lorenzo desde hace unos 60 años. Compartieron correrías en la infancia y juventud, y después se marcharon los dos a trabajar a Barreiros. A día de hoy todavía conservan una estrecha la amistad, que ambos celebran, como sus campeonatos de mus. Recuerda Casado: “Nos llamaban los del pelargón. Tendríamos 16 años y todo era gente más mayor, e incluso llegamos a pegar a más de uno una buena paliza en el mus… Las salidas a pueblos a bailar… Cuando Lorenzo trajo una vez unos sacos de piñones de Coca, y los íbamos vendiendo por las pastelerías de Madrid. Pero no sé si comíamos más de lo que vendíamos”.
Su primo Nicolás, también un gran amigo, le define en sus memorias como la bondad personificada: “De la familia, es él el que se ocupa de todo y gracias al cual muchos de nosotros continuamos unidos”.
Lorenzo otorga un valor importante a los amigos, pero no es menos con respecto a la familia. De Coca mantiene vívido el recuerdo de sus padres. De su padre, Ángel, dice Lorenzo que era un hombre culto para la época que le tocó vivir, trabajador y un gran conocedor de su oficio. Recuerda a su madre, Eugenia, como una mujer de su tiempo, menos cultivada. Apenas si sabía leer y escribir, pero se las ingeniaba muy bien para solucionar los problemas cotidianos. Además era una gran ama de casa que sabía hacer de todo: conservas, la matanza, elaboración de dulces. Lorenzo siente un enorme agradecimiento por la “paciencia” de sus padres con sus amigos, que se pasaban la vida en su casa. “Las visitas de mis amigos para verme eran muy frecuentes puesto que gran parte de mi adolescencia me la pasé escayolado. Fueron ellos, junto con la paciencia de mis padres, los que me ayudaron en mi recuperación”.
Sus padres le enseñaron a respetar a los demás, a compartir, a trabajar sin descanso, a superar lo que parecía imposible, y con su ejemplo, tratar de ser buena persona. Recuerda algo que Eugenia y Ángel le decían: “Cuando hagáis una cosa, no importa lo que sea, hazlo bien. La gente cuando vea eso no preguntará ni cuánto costó ni cuando tiempo se tardó. Preguntarán quién lo hizo”.
Mantiene una buena relación con sus hermanos, Rosalía y Pablo, 7 y 5 años mayores que él, respectivamente. Los ve cada vez que viaja a Coca, es decir, con bastante frecuencia. Comen juntos y acuden a misa con sus cónyuges.
Mari es la esposa de Lorenzo. La mujer a la que lleva unido casi cincuenta años. Se casaron en 1965. Están a punto de cumplir sus bodas de oro. La conoció nada más regresar de Sidi Ifni. El destino quiso que Mari y Lorenzo se conocieran en octubre de 1963, cuando Lorenzo fue a recoger a Barajas un amigo suyo que también volvía de Sidi Ifni, Vicente, y que sin embargo no aterrizó en ese avión. La casualidad hizo que esa misma tarde, paseando por Cibeles, Lorenzo se encontrara con su amigo. Le habían cambiado el vuelo de regreso. Le pide que le acompañarle a una cafetería donde tenía una cita. Es ahí donde conoce a Mari. Se enamora hasta tal punto que cambia de raíz sus planes de regresar a Coca y seguir con el negocio de su padre.
En su casa, Mari me cuenta una tarde que Lorenzo es un marido excelente, buena persona y muy cariñoso. En su larga convivencia han tenido sus pequeñas cosas, pero ni grandes crisis ni baches. Para Mari, el caminante incansable ha sido un apoyo importante. Pero no menos de lo que ella ha sido para él. Parecen compenetrarse a la perfección. “Lorenzo es un magnífico padre de familia”. Tienen tres hijos: Mari Carmen, Alicia y Ángel Luis. Ambos están orgullosos de la educación que le han dado, pero están muy preocupados por su futuro.
Pero ya es hora de volver a casa y de terminar el relato. Todavía es de noche. Lorenzo Maroto da sus últimas zancadas por el parque antes de regresar. De camino hacia la salida se cruza con los madrugadores que vienen a hacer ejercicio. Es temprano, pero no tanto como cuando Lorenzo inicia su recorrido. Son las 7:30 de la mañana, y la ciudad empieza a recuperar poco a poco su ajetreo habitual. Sin embargo, hay poco tráfico y solo algunas personas por la calle. Madrid está despertando. Lorenzo no está cansado. Al contrario, el paseo le ha inyectado energía para aguantar el resto del día. Ya en la puerta de su domicilio, rebusca en el bolsillo para sacar las llaves. Es otro día. Le da un beso a su hija, que se marcha a trabajar, y solo entonces se toma un buen desayuno. La mañana apenas comienza. Para Lorenzo Maroto lo hizo hace ya un buen rato.
Mantiene una buena relación con sus hermanos, Rosalía y Pablo, 7 y 5 años mayores que él, respectivamente. Los ve cada vez que viaja a Coca, es decir, con bastante frecuencia. Comen juntos y acuden a misa con sus cónyuges.
Mari es la esposa de Lorenzo. La mujer a la que lleva unido casi cincuenta años. Se casaron en 1965. Están a punto de cumplir sus bodas de oro. La conoció nada más regresar de Sidi Ifni. El destino quiso que Mari y Lorenzo se conocieran en octubre de 1963, cuando Lorenzo fue a recoger a Barajas un amigo suyo que también volvía de Sidi Ifni, Vicente, y que sin embargo no aterrizó en ese avión. La casualidad hizo que esa misma tarde, paseando por Cibeles, Lorenzo se encontrara con su amigo. Le habían cambiado el vuelo de regreso. Le pide que le acompañarle a una cafetería donde tenía una cita. Es ahí donde conoce a Mari. Se enamora hasta tal punto que cambia de raíz sus planes de regresar a Coca y seguir con el negocio de su padre.
En su casa, Mari me cuenta una tarde que Lorenzo es un marido excelente, buena persona y muy cariñoso. En su larga convivencia han tenido sus pequeñas cosas, pero ni grandes crisis ni baches. Para Mari, el caminante incansable ha sido un apoyo importante. Pero no menos de lo que ella ha sido para él. Parecen compenetrarse a la perfección. “Lorenzo es un magnífico padre de familia”. Tienen tres hijos: Mari Carmen, Alicia y Ángel Luis. Ambos están orgullosos de la educación que le han dado, pero están muy preocupados por su futuro.
Pero ya es hora de volver a casa y de terminar el relato. Todavía es de noche. Lorenzo Maroto da sus últimas zancadas por el parque antes de regresar. De camino hacia la salida se cruza con los madrugadores que vienen a hacer ejercicio. Es temprano, pero no tanto como cuando Lorenzo inicia su recorrido. Son las 7:30 de la mañana, y la ciudad empieza a recuperar poco a poco su ajetreo habitual. Sin embargo, hay poco tráfico y solo algunas personas por la calle. Madrid está despertando. Lorenzo no está cansado. Al contrario, el paseo le ha inyectado energía para aguantar el resto del día. Ya en la puerta de su domicilio, rebusca en el bolsillo para sacar las llaves. Es otro día. Le da un beso a su hija, que se marcha a trabajar, y solo entonces se toma un buen desayuno. La mañana apenas comienza. Para Lorenzo Maroto lo hizo hace ya un buen rato.
Beatriz Sierra es periodista. En FroteraD ha publicado Traficantes de información: lo que no sabemos de los gigantes de la comunicación